La propuesta de reducir la jornada laboral de 48 a 40 horas semanales no surge en el vacío: aparece en un momento de alta presión estructural para las empresas formales, especialmente las micro y pequeñas.

Mexeconomy – Impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum con una narrativa centrada en la justicia social para "el pueblo", la iniciativa ha reactivado una tensión histórica en el modelo económico mexicano: ¿es posible ampliar los derechos laborales sin incrementar la informalidad ni asfixiar a las empresas que cumplen con la ley?

El anuncio de la presidenta Sheinbaum este fin de semana fue concreto: comenzar un proceso de transición hacia una semana laboral de 40 horas sin reducción salarial, a concretarse progresivamente hacia 2030. Para la clase trabajadora, el beneficio es directo. Pero para el sector formal, representa un incremento de costos sin garantías de mayor productividad o utilidades. En un país donde más del 56% de la población ocupada trabaja en la informalidad, esta diferencia puede ser la línea que separa la viabilidad de la quiebra.

La Encuesta Mensual sobre Empresas Comerciales (EMEC) del INEGI confirma esta tensión: en febrero de 2025, los ingresos al mayoreo cayeron 5.3%, mientras que los sueldos subieron 6.1%. En el comercio minorista, las ventas apenas crecieron 1.7%, pero las remuneraciones aumentaron 4.7%. En un entorno de bajo crecimiento y alta incertidumbre, la rentabilidad de las empresas formales se erosiona día a día.

El discurso público exalta los derechos. Pero la economía empresarial exige márgenes. Y cuando ambos se alejan demasiado, el resultado es predecible: cierre de negocios y expansión de la informalidad. En México, cumplir la ley se ha vuelto un privilegio costoso.

Más allá de los aumentos salariales y de prestaciones, los negocios enfrentan una presión fiscal que no distingue entre grandes y pequeños. A ello se suma la inseguridad —especialmente en zonas urbanas del centro y norte del país— que ha elevado los costos operativos: pagos de protección, seguros, robos, cierres anticipados. Mientras más se apega una empresa a la legalidad, mayor es el castigo económico.

En contraste, la economía informal elude impuestos, seguridad social y regulaciones laborales. El mercado se parte en dos: los que cumplen y se hunden, y los que evaden y sobreviven.

Hoy, el 41.5% de los trabajadores labora en microempresas. La mayoría se concentra en sectores de baja productividad y escaso margen: comercio minorista, servicios personales, alimentos, manufactura básica. Estas unidades carecen de acceso a crédito y no pueden absorber choques regulatorios. Para ellas, una reducción de jornada laboral sin un esquema de transición o subsidio no es una reforma: es una sentencia de quiebra.

La respuesta más común no es la inversión, sino la evasión: división de jornadas, subregistro ante el IMSS, contratación por honorarios, informalidad encubierta, etcétera. Es decir, el mercado responde, pero fuera del marco legal.

En países desarrollados, reducir la jornada laboral ha estado ligado a aumentos de productividad, automatización y apoyos fiscales. En México, donde la política industrial es débil y está desconectada del mercado interno, la carga de "ayudar al pueblo" no recae en el Estado, sino en las unidades productivas. Se exige sin facilitar y se legisla sin financiar.

La pregunta no es si la jornada debe reducirse, sino cómo hacerlo sin destruir el empleo formal. Porque sin empresas viables, no hay trabajo en la legalidad.

Así que la formalidad no es solo legalidad: es viabilidad económica. Si desaparecen los márgenes, desaparece el empleo. Y si cumplir la ley te empuja al déficit, lo racional es salirte del sistema. En ese escenario, una reforma bien intencionada puede tener el efecto contrario: menos empleo formal.