A menudo se presenta a Elon Musk como el arquetipo del empresario libertario y rebelde: un innovador que desafía a las instituciones, un ícono de la libre empresa que —según sus propios tuits— desprecia la burocracia y la intervención estatal.

Mexconomy - Sin embargo, un análisis detenido revela que Musk no es un político ideológico, sino un empresario pragmático que ha construido su fortuna y su influencia en una relación simbiótica con el Estado norteamericano. Musk necesita al gobierno tanto como el gobierno norteamericano lo necesita a él.

El éxito de SpaceX —la joya espacial de Musk— depende en gran medida de contratos públicos. Según un reporte de Bloomberg (2024), la compañía ha firmado acuerdos por al menos 38 000 millones de dólares en contratos federales, que incluyen misiones de la NASA, lanzamientos de satélites del Pentágono y servicios de telecomunicaciones militares (Starshield). Más de la mitad de los lanzamientos de SpaceX están directamente pagados por el gobierno de EE. UU.

Además, Starlink —el ambicioso proyecto de internet satelital de Musk— ha recibido subsidios federales por casi 900 millones de dólares a través de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC). La constelación satelital es hoy una infraestructura dual, con aplicaciones tanto civiles como militares: proporciona conectividad a zonas rurales y a fuerzas armadas en misiones globales.

Tesla, la empresa que redefinió la movilidad eléctrica, tampoco se explica sin el respaldo estatal. Desde sus inicios en 2009, Tesla recibió un préstamo federal de 465 millones de dólares del Departamento de Energía de EE. UU., que le permitió financiar el desarrollo de su primer sedán eléctrico, el Model S.

La viabilidad de Tesla depende también de créditos fiscales federales y estatales para compradores de vehículos eléctricos, que han sido un incentivo clave para su éxito en el mercado. En 2024, cerca del 21% de sus ingresos provenían de China, pero su estabilidad global depende de su base en EE. UU. y de las políticas industriales que respaldan la transición energética y la infraestructura de recarga eléctrica.

Musk ha invertido miles de millones de dólares en supercomputación (Dojo) y en inteligencia artificial (xAI). Estas inversiones apuntalan la supremacía tecnológica de EE. UU. frente a China, reforzando la infraestructura crítica de IA. Aunque Musk ha presentado su empresa como una alternativa a las grandes tecnológicas, el propio Departamento de Defensa y la Oficina de Innovación del Pentágono han considerado las capacidades de Dojo y Starlink como “activos estratégicos” para mantener la ventaja militar estadounidense.

En ese sentido, Musk, lejos de ser un outsider del sistema, está en el corazón de la estrategia industrial y de seguridad nacional de EE. UU.

Un empresario, no un político

El pragmatismo de Musk queda aún más claro si se considera su evolución política. Durante la era Obama, fue un aliado natural del Partido Demócrata, aprovechando los subsidios verdes y la política climática. Su alejamiento del progresismo cultural y su giro hacia la derecha en la era de Trump se deben menos a una convicción ideológica que a un cálculo empresarial: la administración de Joe Biden le mostró frialdad (sobre todo en materia sindical), mientras que un gobierno republicano le ofrecía la promesa de desregulación y apoyo a sus proyectos espaciales y tecnológicos.

Este pragmatismo explica por qué, pese a sus tuits incendiarios, Musk no desempeñó un papel estelar en la cruzada anti-woke ni en la agenda desregulatoria de la Casa Blanca de Trump. Su lealtad —si acaso— es a su negocio y a su visión de colonizar Marte, no a un partido político.

En última instancia, el gobierno de Estados Unidos necesita a Musk para sostener su supremacía tecnológica frente a China. Y Musk, a su vez, necesita el músculo del Estado para financiar, legitimar y escalar sus ambiciones. Esta relación simbiótica, lejos del mito del empresario libertario, es el verdadero motor de su éxito.

El empresario tecnológico no es un político, sino un pragmático que, al final del día, sabe que el capitalismo moderno —especialmente en sectores estratégicos como el espacio, la energía y la IA— se juega con el respaldo del Estado.

Para Donald Trump, deshacerse de Musk o marginar sus empresas supondría un elevado riesgo geopolítico: significaría debilitar la columna vertebral de la supremacía tecnológica de EE. UU. frente a China en el corto plazo. En el juego del poder, Musk sigue siendo un activo estratégico que, aunque incómodo, resulta imprescindible para la Casa Blanca.