México enfrenta su peor crisis de inversión en años. El gobierno, en otro canal, celebra aumentos salariales y reducción de jornada laboral. La económica advierte: sin capital, la borrachera terminará en desempleo y estancamiento. México está caminando hacia un precipicio con los ojos vendados.
Hay una desconexión brutal entre el discurso oficial y la realidad productiva de México. Mientras la presidenta Claudia Sheinbaum anuncia con bombo y platillo un aumento del 13% al salario mínimo y una reducción gradual de la jornada laboral a 40 horas semanales, los datos económicos muestran un país en plena desinversión: la Formación Bruta de Capital Fijo cayó 8.9% anual en agosto, la inversión pública se desplomó 21.2% y la construcción no residencial retrocedió 18.5%. Esta contradicción no es menor: es la evidencia de que el gobierno está aplicando políticas redistributivas propias de una economía en expansión, pero sobre una base productiva que se desmorona.
Las reglas de la economía son claras: sin inversión no hay crecimiento, y sin crecimiento, los aumentos salariales solo aceleran el colapso. México está caminando hacia un precipicio con los ojos vendados, aplaudiendo medidas populares que, en este contexto, son económicamente insostenibles.
La premisa fundamental de cualquier economía moderna es que los salarios reales sostenibles dependen de la productividad, y la productividad depende de la inversión en capital físico, tecnología e infraestructura. Cuando la inversión en maquinaria y equipo cae 10.5% anual y el equipo de transporte importado se desploma 15.4%, lo que está ocurriendo es que las empresas están posponiendo la modernización de sus procesos productivos. Esto significa que la productividad laboral se estanca o retrocede. En ese escenario, aumentar salarios y reducir jornadas sin compensar con mejoras en eficiencia operativa genera una ecuación insostenible: mayores costos laborales por unidad producida, márgenes más ajustados y menor competitividad internacional. La teoría neoclásica del crecimiento, desde Solow hasta Romer, advierte que una economía que no invierte en capital y conocimiento está condenada al estancamiento secular. México no está invirtiendo: está consumiendo su futuro.
El gobierno argumenta que el aumento salarial no generará presiones inflacionarias porque fue consultado con empresarios y Banxico. Pero esto es un sofisma peligroso. La inflación no es el único problema: el verdadero riesgo es la destrucción de empleo formal y la informalización acelerada de la economía. Cuando los costos laborales suben sin que aumente la productividad, las empresas tienen tres opciones: subir precios (inflación), reducir plantillas (desempleo) o informalizar la nómina (precarización). Dado que la competencia internacional limita los aumentos de precios, especialmente en manufactura, las empresas optarán por ajustar empleo. Ya lo hemos visto antes: el mercado laboral mexicano tiene una elasticidad perversa donde los incrementos salariales formales empujan trabajadores hacia la informalidad, donde no hay prestaciones, seguridad social ni derechos laborales. La reducción de jornada a 40 horas, implementada gradualmente hasta 2030, parece diseñada precisamente para diferir este ajuste, pero no lo elimina: solo lo pospone.
El problema estructural es aún más grave. México enfrenta lo que los economistas llaman una trampa de bajo crecimiento: una situación donde la falta de inversión reduce el crecimiento potencial, lo cual desincentiva más inversión, creando un círculo vicioso. Con la inversión pública cayendo 22.2% en el acumulado anual, el Estado no está construyendo la infraestructura que necesita el sector privado para invertir: carreteras, puertos, energía confiable, agua, telecomunicaciones. Mientras tanto, la inversión privada retrocede 9.0% porque los empresarios no ven rentabilidad futura en un país con infraestructura obsoleta, inseguridad creciente y carga fiscal-regulatoria cada vez más pesada. El Consejo para la Promoción de Inversiones que Sheinbaum creó con los magnates del país es un gesto simbólico que no resuelve nada: los empresarios no invierten por falta de diálogo, sino por falta de certidumbre, rentabilidad esperada y condiciones habilitantes.
La realidad es que México está aplicando una política económica populista clásica: redistribuir ingresos mediante aumentos salariales y beneficios laborales sin expandir la base productiva que los sostiene. Esto funcionó temporalmente en otros países de América Latina —Argentina en los 2000, Venezuela antes del colapso, Brasil bajo Dilma— pero invariablemente terminó en crisis: inflación, desempleo, fuga de capitales y empobrecimiento masivo. La diferencia es que México tiene la ventaja del nearshoring y la integración con Estados Unidos, pero está desperdiciando esa oportunidad histórica por no crear las condiciones para atraer y retener inversión productiva. Las empresas globales no relocalizan operaciones a países donde la inversión en infraestructura cae 30% anual y donde los costos laborales suben sin mejoras en productividad. Van a Vietnam, a Polonia, a India: países que sí invierten en su futuro.
El camino correcto no es reducir salarios ni eliminar derechos laborales, sino construir las condiciones para que aumentos salariales sean sostenibles: inversión masiva en infraestructura pública, reforma energética que garantice electricidad barata y confiable, destrabe regulatorio, combate efectivo a la inseguridad, simplificación fiscal y certidumbre jurídica. Sin eso, los anuncios de Sheinbaum son fuegos artificiales: brillan por un momento, generan aplausos, pero no iluminan el camino. México necesita crecer al 4-5% anual de manera sostenida para absorber la fuerza laboral joven, reducir pobreza y financiar el Estado de bienestar que la 4T promete. Pero con inversión cayendo a doble dígito, ese crecimiento es imposible. La economía mexicana no está en expansión: está en contracción disfrazada de bonanza social. Y cuando el disfraz caiga, la factura será pagada por los más vulnerables, precisamente aquellos a quienes estas políticas dicen proteger.
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