A un año de su inauguración completa, el megaproyecto insignia de AMLO transporta apenas 5% de lo proyectado. La teoría económica predijo este fracaso: infraestructura sin demanda efectiva ni integración logística es capital muerto.

Mexconomy — El Tren Maya es el símbolo perfecto del fracaso de una visión desarrollista que confunde gasto de capital con inversión productiva. Después de mil 500 kilómetros de vías atravesando cinco estados, deforestación masiva, destrucción de cenotes y confrontaciones judiciales, el resultado es contundente: el tren transporta 3,200 pasajeros diarios en promedio, apenas 5% de los 74,000 proyectados para su primer año de operación. Los trenes circulan casi vacíos, las estaciones están desiertas y los pobladores locales —supuestos beneficiarios del proyecto— nunca se suben porque les resulta más caro y menos práctico que el autobús. Este fracaso era predecible: una infraestructura ferroviaria solo genera valor económico si está integrada a una red logística funcional, conecta puntos de alta densidad poblacional o flujos comerciales preexistentes, y responde a una demanda efectiva. El Tren Maya no cumple ninguno de estos requisitos básicos.

La demanda derivada explica por qué el proyecto está condenado al fracaso estructural. La demanda de transporte ferroviario no existe en el vacío: es una demanda derivada de actividades económicas subyacentes que generan necesidad de movilidad. En el sureste mexicano, el flujo turístico internacional ya tenía un modelo consolidado: paquetes todo incluido operados por grandes compañías vinculadas a hoteles y restaurantes, que controlan toda la cadena de valor desde el aeropuerto hasta las zonas arqueológicas. Estos operadores tienen incentivos perversos para NO usar el tren: perderían control sobre los turistas y, por tanto, comisiones y márgenes. Los testimonios de turistas alemanes, portugueses y españoles en Chichén Itzá confirman esto: ninguno sabía del tren, todos contrataron tours privados o rentaron autos. El Tren Maya no modificó las estructuras de mercado preexistentes; simplemente quedó al margen de ellas.

Desde la óptica de la economía espacial y la localización, el diseño del proyecto viola principios elementales. Las estaciones están ubicadas lejos de los centros poblacionales, sin una red de transporte de última milla que las conecte eficientemente con destinos turísticos o urbanos. Esto genera lo que los economistas llaman costos de transacción prohibitivos: para un poblador local, usar el tren implica gastar en taxi o transporte hasta la estación (60-80 pesos), pagar el boleto con "descuento" que sigue siendo más caro que el autobús directo, y luego resolver el transporte desde la estación de llegada hasta su destino final. Héctor Chan, el guía turístico de Chichén Itzá, lo resume con claridad: "Tendría que gastar doble". En términos económicos, el tren no ofrece ventaja comparativa frente a las alternativas existentes: ni en precio, ni en tiempo, ni en conveniencia.

El problema no es meramente operativo: es un fracaso en la asignación de recursos escasos. El Tren Maya ha costado más de 450,000 millones de pesos (cifras no oficiales sugieren que supera los 600,000 millones), una suma astronómica que pudo haberse invertido en infraestructura con mayor retorno social y económico: hospitales rurales, escuelas técnicas, carreteras secundarias, sistemas de agua potable, electrificación rural, o incluso programas de capacitación laboral. La teoría del costo de oportunidad es implacable: cada peso invertido en el Tren Maya es un peso que no se invirtió en alternativas con mayor impacto en bienestar y productividad. Y dado que el tren opera con pérdidas masivas —necesita subsidios publicitarios de 74 millones de pesos y descuentos del 50% para atraer pasajeros— el costo fiscal recurrente seguirá drenando recursos del erario durante décadas.

El Tren Maya encarna la falacia de creer que infraestructura física per se genera desarrollo. Esta visión, heredada de modelos desarrollistas latinoamericanos de los años 50 y 60, ha sido refutada empíricamente: lo que genera desarrollo no es la infraestructura aislada, sino su integración en un ecosistema productivo que incluye capital humano, instituciones funcionales, seguridad jurídica, acceso a financiamiento y mercados competitivos. El sureste mexicano sigue siendo pobre no porque le falten trenes, sino porque tiene instituciones débiles, educación deficiente, falta de crédito, inseguridad y exclusión de cadenas de valor globales. Construir un tren de lujo sin resolver estos problemas estructurales es como poner una Ferrari en un camino de terracería: impresionante, pero inútil.

El testimonio de un vendedor de artesanías en Chichén Itzá, resume la frustración local: "A nosotros como pueblo no nos beneficia en nada. Fue un negocio de los empresarios con el Gobierno, a nosotros los mayas no nos tomaron en cuenta". Esta declaración captura la esencia del problema: el Tren Maya fue diseñado desde arriba, sin consulta real ni participación de las comunidades, y sin entender las dinámicas económicas locales. Los costos ambientales —deforestación, destrucción de cenotes, fragmentación de ecosistemas— son irreversibles, pero los beneficios económicos prometidos nunca llegaron. Los pobladores siguen usando motos y autobuses; los turistas siguen contratando tours privados; las artesanías locales siguen sin venderse porque las compañías tienen convenios con grandes tiendas. El tren es un elefante blanco: costoso de construir, costoso de mantener, e irrelevante para la vida económica real.

La competencia imperfecta ofrece una última clave interpretativa. El mercado turístico en la Península de Yucatán está dominado por oligopolios verticalmente integrados: pocas empresas controlan hoteles, transporte, restaurantes y tours. Estos operadores tienen poder de mercado suficiente para bloquear la entrada del Tren Maya en la cadena de valor turística. No lo recomiendan, no lo incluyen en paquetes, y aconsejan a turistas evitar artesanías locales. El gobierno, al construir el tren sin desmantelar estas estructuras monopólicas, simplemente creó un competidor débil que no puede penetrar el mercado. El resultado es subutilización masiva de capacidad instalada: trenes modernos, estaciones limpias, personal amable, pero vacíos. Es la materialización perfecta de una política pública que ignora incentivos de mercado, estructuras de poder económico y preferencias reales de consumidores.

El Tren Maya será recordado no como el motor del desarrollo del sureste, sino como un monumento a la arrogancia política y la mala economía. Confirma lo que décadas de investigación en economía del desarrollo han demostrado: el crecimiento no se decreta ni se construye con concreto y acero; emerge de instituciones sólidas, mercados competitivos, educación de calidad y respeto al medio ambiente. México no necesitaba un tren ¿de lujo? atravesando la selva; necesitaba escuelas rurales, clínicas de salud, caminos rurales, acceso a crédito y seguridad jurídica. Pero esas inversiones no generan fotos para la mañanera ni permiten inauguraciones grandilocuentes. Y así, el sureste mexicano sigue esperando un desarrollo que nunca llegará con rieles vacíos.

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